Por alguna razón tengo la idea de que toda madre tiene en su cocina un calendario, ahí las súper mamás anotan los recitales de piano, juntas de padres de familia, fiestas de cumpleaños, etc. Hay días buenos en los que las mamás miramos el calendario con ilusión anticipando los días de fiesta y los partidos de soccer y días no tan buenos en que una quisiera dejarlo todo e irse al Caribe o a dondequiera que sea la foto que tenga dicho calendario.

Monday, 13 February 2012

De cómo la mamá grinch se convirtió en mamá Stewart

Yo no sería una persona grinch respetable si no me repudiara el día de San Valentín. Y esta aversión no tiene nada que ver con el hecho de que un 14 de febrero hace muchos años un novio de la prepa intentó entregarme un rosa en plena clase de química y el profesor lo corrió del salón diciendo “sálgase y no regrese hasta el Día de la Batalla de Puebla”.

No, esta aversión tiene que ver con mi repulsión hacia el comercialismo, con el hecho de que al día siguiente de navidad las tiendas ya están llenas de corazones y peluches rosas, que de por sí me parecen cursis. Así que imagínense mi descontento cuando del kinder de mi hijo mandaron una circular con  la  lista de los nombres de todos los niños del salón para los “valentines”. Aparentemente si quieren los niños pueden llevar una tarjeta de San Valentín para sus compañeritos.

Me armé de valor para ir a una de esas tiendas de todo por 99 centavos, pero tarjetitas de rosas con rocío y letras doradas no es lo mío. La siguiente parada fue la tienda de manualidades. Ahí encontré unas con los personajes de Disney ¡a mitad de precio! Cogí un paquete para niñas y uno para niños (cada una con 32 tarjetas que de paso nos alcanza para el año que entra) y ¡listo! Estaba por pagar cuando me detuve. Siempre me ha chocado lo que yo llamo monismo; me marea que vendan la pijama, la playera, el platito, el cepillo de dientes, el shampoo y hasta galletas con monos de televisión o películas; o sea para enganchar al niño péguenle un mono al producto, un día de estos van a sacar brócolis con la figura de Buzz Lightyear, lo cual no sería mala idea. Antes de tener a mis hijos me prometí – entre muchas otras promesas de madre que ya he roto – no caer en el monismo, así que dejé las tarjetas en su lugar.

Seducida por el ambiente Martha Stewart de la tienda – siempre que voy a esas tiendas me dan ganas de aprender macramé y repujado– decidí que para apegarme a mis principios de cero monismo era importante no comprar dichas tarjetitas y hacerlas nosotros mismo para de paso pasar tiempo de calidad haciendo algo juntos. Oh, mala idea.

Todo el día siguiente se convirtió en “si no te portas bien no hacemos tus valentines”. Cuando finalmente el código de conducta fue aceptable y nos sentamos a la mesa del comedor a trabajar el bebé ya estaba cansado y era imposible atender a los dos niños al mismo tiempo, así que pasamos la mitad del tiempo peleándonos porque además mi hijo decidió que él prefería ver tele y que yo hiciera sus tarjetas. Hice una nota mental de correr al día siguiente a comprar las tarjetas de Disney.

Pero al día siguiente, ya que los tres estuvimos de mejor humor, decidimos darle otra oportunidad a hacer las tarjetas nosotros mismos y en realidad pasamos un muy buen momento y no es por nada pero nos quedaron bastante bien. La carita de orgullo de mi hijo por haber escrito él solo 26 veces su nombre y el nombre de cada uno de los 26 niños del salón hizo que todo valiera la pena. Me dio ternura que a sus cinco años todavía considere cool dibujar corazones con su mamá y todavía tenga la inocencia para darles cartitas rosas a otros niños; y con eso me basta.

Saturday, 14 January 2012

Soccer mom, Sucker mom

Tres de las cosas que más ilusión me daban de tener hijos eran:

  1. Encontrar el nombre perfecto – No se me hizo usar “Benedetta” (no porque a mi esposo le parezca horrendo, sino porque no tuve hijas) pero creo que los nombres que escogí están bastante chidos – pese a que los canadienses piensen que me inspiré en caricaturas.
  2. Leerles cuentos – Todos los días leemos y ahora gracias a los comentarios de Peña Nieto lo hacemos más.
  3. Meterlos a clases de cuanta cosa hubiera disponible.
Yo fui de esas niñas a las que metieron a clases de todo, desde baile regional hasta clases de telepatía, leer el aura e hipnotizar conejos (¿qué quieren?  eran los 70’s). Así que si algo me ha dado ilusión es ver a mis retoños aprendiendo mil y un artes y oficios desde muy temprana edad, pero no imaginaba que esto sería un verdadero fracaso.

A mi hijo mayor a los tres meses de nacido lo metí a clases de natación en la alberca olímpica de la universidad. No hace falta decir que, como es alberca de entrenamiento el agua es helada, y el pobre bebé faltó a la mitad de las clases por las gripas que pescó aun durante el gélido verano canadiense. Así que a los cuatro meses lo metimos a clases de música. Si bien disfrutó chupar cascabeles cada sábado y la clase le ayudó a desarrollar un oído finísimo para música, idiomas y ruidos, a mí la verdad eso de sentarme en el suelo y que la tanga se me encajara o bailar por todo el salón descalza no me hacía muy feliz. Sin embargo seguimos con las clases de música porque el pequeño se convirtió en la estrella de la clase, para qué negarlo.

Cuando comenzaron los “terribles dos” y al crío le hacía más feliz corretear por el salón que sentarse a cantar decidimos buscar otra cosa y volvimos a clases de natación porque, vaya hay que saber nadar. Cabe mencionar que en este país eso de que la mamá deja al niño en la alberca mientras ella platica con otras mamás en las bancas o teje o textea, no existe. Aquí hasta los cuatro años la pobre madre tiene que meterse al agua CON el niño, no hay súplica que valga. Una tiene que estar en el chapoteadero con el agua hasta la cintura cuidando al chamaco, porque el instructor no puede darse el lujo de que uno de los cuatro niños de la clase se le ahogue. No me malinterpreten, nadar con mis hijos es padrísimo pero pagar por estar yo en el agua gritándole al niño que está corriendo afuera de la alberca no es lo mío, así que también dejamos esas clases hasta que el niño fuera mayor y se pudiera meter solo al agua.

Y bueno, la lista fue larga. La gente me dice “Mételo a soccer para que saque toda su energía”, el soccer le parece al niño ruidoso y violento (?). “Mételo a karate, para que aprenda disciplina”, a el niño con SPD* no le gusta la ropa que no sea súper entallada (convendría meterlo a patinaje artístico). Creanme, no es que yo no quiera.

Finalmente creí haber descubierto el hilo negro: clases de español y ¡gratis! Ingenuamente pensé “han de ser puras mamás latinas como yo que quieren que su hijo practique el español para que no le digan que habla con acento de gringo” y allá vamos. ¡Oh gravísimo error! debí haber tomado como señal para salir corriendo cuando oí a una señora que decía “I am here because my son has picked up some words from “Diego and Dora” and I thought he may enjoy learning Spanish”. De ahí en adelante todo fue de bajada: a la tercera vez que repitieron “ca-bei-za, o-jous, pe-lou” mi hijo de cinco años que sabe términos de astronomía y robótica (no es que mi hijo sea genio, es que con tal de ver más tele acepta ver el Discovery Channel con su papá), perdió la paciencia y se dedicó a empujar a todos y a gritar “what the heck!”. No lo culpo, eso mismo pensaba yo mientras cantaba “cucú cucú cantaba la rana”. Needless to say, no volveremos más a la clase de español.

Me llevó todo este tiempo darme cuanta de que en realidad las clases extraacadémicas no las escogen las mamás porque quieren que sus hijos sean un paquete de talentos – díganmelo a mi que después de tanta clase ni sé jugar tenis, ni sé tocar las castañuelas y mis únicas habilidades telepáticas son con mi esposo cuando los dos pensamos al mismo tiempo en ordenar una pizza.
No, que no los engañen, todas las clases a las que las mamás inscribimos a los hijos es con el único fin de  poder tomar un respiro, aunque sea en el gélido campo de fútbol los sábados en la mañana. Si por nosotras fuera lo mismo da que el niño aprenda macramé o esgrima.

Así que, de ahora en adelante a las únicas clases a las que iremos son a las de spinning, yoga y pilates de mamá aprovechando que el gimnasio tiene guardería. Tal vez debería sentirme mal, pero no, porque mi hijo es feliz ahí jugando con cosas que jamás tendrá en su casa; como un piano de cola a su tamaño, rosa y con banquito para sentarse. Y yo soy una mamá más feliz y eventualmente, si todo sale bien, con mejor cuerpo.




* SPD Sensory Processing Disorder, ver post ADD, SPD, ¿WTF?
** Sucker, ingenuo, fácil de engañar no aplica a las admirables madres que han conquistado el mundo de las clases, aplica para su servidora.

Friday, 2 December 2011

ADD, SPD... ¿WTF?

El mejor amigo de mi hijo es como chinche con espuelas y cuando se juntan los dos son dinamita. Encima, el papá de este niño insiste en reunirlos y no sólo eso sino que le vienen a la cabeza planes que hacen de cualquier niño hiperactivo una bomba.

Recientemente me sugirió que los lleváramos a Science World un viernes de asueto y lluvioso (lo que en Vancouver significa lugar a reventar). Su idea no me pareció nada buena, la última vez que llevé a mi hijo a Science World, fue tal la sobrecarga de estímulos que acabamos en pataleta los dos y estoy segura de que fuimos el entretenimiento de la tarde de las cámaras de seguridad.
Le expliqué a tan amable caballero que mi hijo tiene SPD*. No es que vaya yo por la vida etiquetándolo pero me pareció atinado mencionarlo porque ya van varias invitaciones a este tipo de lugares y había que aclarar de una vez por todas que no son una buena combinación con el carácter de mi hijo. El Sensory Processing Disorder consiste básicamente en que el cerebro no identifica y clasifica los estímulos sensoriales que recibe el niño de igual manera que lo hace el cerebro del resto de la gente, sino que cataloga la mayoría de los estímulos recibidos con la misma importancia y con mucha intensidad. Por ejemplo, la etiqueta de la camisa, una gota de sudor o la costura del calcetín las recibe con la misma intensidad que a una abeja posándose en el brazo (lo cual genera ansiedad) y no solo eso sino que el cerebro no descarta esas cosas como intrascendentes y sigue percibiéndolas intensamente durante un tiempo largo. Es por esto que lugares con mucha gente, mucho ruido, luces brillantes (que de por si sobreexcitan a cualquier niño) son una bomba de estímulos. El caso es que le expliqué a dicho señor que la doctora nos había recomendado buscar actividades más tranquilas y con menos estímulos y que con gusto invitaba yo a los niños a jugar cochecitos en la casa. A lo que el susodicho respondió “It is good to know they found a fancy name for D’s personality” (ustedes perdonarán que lo escriba en inglés pero no creo que haya un termino en español tan chocante como “fancy name”).
¿“Fancy name”? ¿Quien se cree que es el tipejo? El no es quien tiene que ponerle los calcetines todos los días ni peinarlo sin agua ni descoser las etiquetas de la ropa.
Confieso que yo también la primera vez que escuche del dichoso SPD pensé “estos gringos ya no saben ni que inventar, ADD, SPD… ¿WTF?”. Mi abuela diría “en mis tiempos esto se quitaba con dos chanclazos” − by the way, esto se descubrió hasta 1967 o sea que si, en tiempos de mi abuela esto se quitaba a chanclazos.
Yo era de las que pensaba que el Attention Deficit Disorder era un invento de las maestras flojas para medicar a alumnos inquietos. Sigo dudando que la solución sea el Ritalin, pero ahora creo que hay seriedad detrás de estos estudios y estos diagnósticos, que es cierto que hay cerebros que trabajan de manera diferente y que lo que a simple vista es un horrible berrinche (y creanme son horribles) o un niño "problemático" puede ser algo un poquito más complejo y que requiere de un poco más de paciencia. ¿Que no siempre la tengo? No, más bien casi nunca, no es fácil ser paciente y convencerme de que lo que él siente es real y que no nos está tomando la medida. Pero me siento muy afortunada de que sea un niño completamente sano, todo fuera como un simple desorden sensorial, un fancy name.

*Sensory Processing Disorder

Monday, 31 October 2011

De como la mamá Grinch sobrevivió Halloween

Hasta ahora había estado muy tranquila con eso de que en Canadá las escuelas no acostumbren a hacer bailables del día de la primavera, del día de las madres o de lo que se les ocurra. No sé qué me parece más horrible, si la palabra “bailable” o el hecho de que las pobres mamás tengan que pasarse días cosiendo o buscando el disfraz de pollo para sus angelitos. 


Supongo que todo se recompensa al final cuando el escuincle sale dos minutos en el escenario y podemos tomarle una foto confundido entre otros veinticinco niños. Pero yo, que no sé ni pegar un botón y que soy madre grinch, hubiera sufrido enormemente con estas ociosidades. Todo iba muy bien en mi país del norte donde la diversidad de culturas invita a que cada quien festeje lo que quiera como quiera y si quiere. Pero no contaba yo con Halloween, fiesta que aparentemente no perdona cultura ni edad y arrasa masivamente con  la sociedad empujándola a invertir considerables sumas de dinero en los disfraces de niños, adultos, mascotas y por si fuera poco, la casa. Por cierto, no deja de sorprenderme que en las tiendas la sección de disfraces para niños es 1/3 del tamaño que la secciónde adultos, además la variedad es imperdonable: slutty nurse, slutty cheerleader, slutty cat, slutty pumpkin...you name it.

Creí que la había librado los años anteriores disfrazando a mi hijo de pirata: pirata bueno, pirata malo y pirata con SPD* que se negó a usar sombrero, parche y arete y más bien parecía un niño de camisa negra. Pero este año aparentemente le dio ilusión él escoger su propio disfraz para Halloween:

  - Mamá, ¿me compras un disfraz de monstruo?
  - No – dije yo – ya tienes el de pirata.
  - Pero quiero ir de monstruo.
  - No tengo dinero – insistí, odio el comercialismo de Halloween y me niego a gastar $37 dólares en un disfraz.
   - Bueno, tengo una idea, ¿por que no te pones en la calle con una guitarrita a cantar y que la gente te de propina y así tienes dinero para mi disfraz de monstruo?

No hace falta decir que cedí ante semejante argumento y al día siguiente (30 de octubre) le prometí que iríamos a comprar su disfraz de Halloween. Después de todo, si voy a comerme la mitad de sus dulces, es justo comprarle un disfraz decente.

Cuando llegamos a la tienda solo quedaba la mitad de un traje de robot talla 6 meses y una señora se estaba llevando (sospechosamente metiendo en la  pañalera) el último disfraz talla 2, que de todas maneras no nos servía de nada. Le pregunté al vendedor si le quedaba algún otro disfraz por ahí. Lanzándome una de esas miradas que parecen decir “mala madre”, de esas que me echa la gente en los aviones y en las colas del súper, me dijo “los disfraces de Halloween nos llegan en Agosto, para mediados de Septiembre ya todo el mundo compró el de sus hijos” o sea “a ver si te pones trucha para el año que viene…mala madre”. Y aunque mi niño ya venía un tanto aleccionado sobre el consumismo (ya sabe decir en el súper “¡Que barbaridad! Ya sacaron lo de navidad y estamos en octubre”) me partió el corazón su carita de decepción. Sobre todo porque estaba convencido de que se había tardado demasiado en ponerse zapatos y por eso ya no quedaba nada.

Con la promesa de buscar en otra tienda decidí comprar unos calcetines para el bebé. Llegamos a las cajas registradoras y cual sería nuestra sorpresa al encontrar que alguien acababa de regresar un disfraz de dragón – una talla más chica de lo que necesitábamos, pero no importó porque gracias al SPD a mi niño le gustan las cosas apretadas. Me dieron ganas de correr a restregárselo al vendedor en la cara “Andile güey ¡y con 75% de descuento!”

Mi niño fue el más feliz, se puso su disfraz todo el día para un “test drive” y quiso hablarle por Skype a toda la parentela para enseñarles su disfraz nuevo. No lo pude convencer de que mintiera diciendo que su mamá hacendosa se lo había hecho, pero orgullosamente les contó a todos de nuestra ganga y eso es suficiente para mi.

*Sensory Processing Disorder, ver post “Lo heredado no se hurta”.

Apéndice 
Este post fue escrito en 2011. Desde entonces han sucedido algunas cosas:


 - 1 de Noviembre 2011 - Me sentí tan mal que corrí a comprar un disfraz de monstruo (al 90% de descuento, gracias "after Halloween sale") lo compré talla 10 para que durara varios años.


Halloween 2012 - Tuvimos disfraz de monstruo pero fue la peor tormenta en la historia de Vancouver y a niño #2 le dio asma. Pedimos Halloween en los pasillos del edificio. Saldo: dos dulces y un puñado de Fritos (WTF?). Ya fuimos a terapia, gracias.


- Halloween 2013 - Niño #1 fue (finalmente) disfrazado de monstruo y fue un hitazo. Niño #2 fue disfrazado de tigre (disfraz que mamá pagó "full price" y valió cada penny porque se veía her-mo-so).


- Halloween 2014 - Niño #1 perdió interés en el disfraz de monstruo y ahora va a ir de Jedi. Nos complace notificarles que Niño #1 ha aprendido a dominar el SPD y ahora no se tarda nada en ponerse zapatos (a menos que esté decidiendo a propósito hacerse wey). Aun le incomodan algunas cosas, por lo que el Jedi irá sin cinturón. Veremos. Niño #2 quiere ir de "plato de cerámica", estamos negociando de pirata, monstruo o dragón. Su contraoferta es de tigre como el año pasado y mamá está de acuerdo porque pagó "full price" y valió cada penny porque se veía her-mo-so.


Halloween 2015 Niño #1 ha superado el SPD y se ha aficionado a la lectura. Va disfrazado de Harry Potter y mamá no cabe en si del orgullo. Niño #2 ha declarado que odia los disfraces, se le ha entregado la estafeta de Grinch.









Monday, 26 September 2011

No leí el libro, vi la historieta

En mis épocas de estudiante, nerd que era yo, me chocaban las compañeras que cinco minutos antes de la clase de literatura llegaran diciendo “no leí nada, cuéntame de que se trata el libro”. ¿Cómo esperaban que en cinco minutos resumiera 200 páginas? Años más tarde, cuando di clases de Análisis Literario menos podía tolerar que los alumnos me dijeran “no maestra, no leí el libro, pero vi la película”, con ganas de reprobarlos. Y sin embargo hoy qué más quisiera que tener una versión condensada o una película que resuma el altero de libros de cómo ser mejores padres que está en mi buró.

Desde niña he sido una ávida lectora y encuentro una calma especial al leer, además de que me apasiona transportarme a otro lugar y perderme entre las calles de Macondo o en Diagon Alley pero últimamente en mi buró sólo hay libros para aprender el complicado oficio de ser madre, y el último libro de Laura Restrepo – todavía envuelto en plástico –  se encuentra sepultado bajo Simplicity Parenting, El Hijo Tirano (qué título tan aterrador si me permiten decirlo), Toddler Tamming y Setting Limits for your Strong-Willed Child. Libros que he comprado recientemente o que me han regalado, y que agradezco profundamente, pero ¿qué fue de los días en que me regalaban el último libro de García Márquez?

Sin duda alguna, un libro serio sobre como ser mejor padres es muy útil (y recalco serio porque ¡hay cada cosa!) porque a veces no es hasta que lo vemos en blanco y negro que entendemos mejor a nuestros hijos y nuestra relación con ellos. Y aunque la teoría de estos libros por lo general es muy buena, a veces no es fácil ponerla en práctica, ya sea porque se necesita ser un absoluto Zen master para recordar tener paciencia e implementar todas las técnicas en los momentos de caos, o porque simplemente no nos acomoda el método prescrito. Recientemente leí un texto de una madre a quien le había funcionado apaciguar los berrinches de su hijo amamantándolo. Yo estoy en pro de la leche materna y chido por ella, pero la idea de perseguir a mi hijo de cuatro años con la bubu al aire por el parque, el supermercado y en cualquier lugar en que acostumbra hacer berrinche, realmente no es lo mío.

Después de mucho buscar finalmente encontré una versión condensada de todo lo que necesito saber para ser una mejor madre. Esta historieta de Valeria Gallo – excelente madre y una de mis ilustradoras favoritas – resume todo lo que debemos de saber sobre un niño y como tratarlo. Es algo muy simple pero muy cierto y desde ahora se encuentra pegado en la puerta de mi refrigerador.


* Gracias infinitas a Valeria por haber creado esta historieta y por habermela prestado; y a todos los que me han regalado libros - de cualquier tipo - a lo largo de mi vida.

Sunday, 28 August 2011

Lo heredado no se hurta

Recientemente diagnosticaron a mi hijo con algo así como Sensory Processing Disorder. Primero pensé “estos gringos, ya no saben ni que inventar”, en México esto se conocería como ser mañoso y punto; pero resulta que este tipo de “desorden” (y el término “desorden” me molesta un poco) es algo real y más común de lo que pensamos. Consiste en que hay ciertas cosas que el niño percibe con extrema sensibilidad y que le pueden molestar muchísimo, al punto de convertirse en un berrinche: las etiquetas en la ropa, los zapatos, ruidos fuertes, ciertas texturas o materiales y en el caso de mi hijo hasta una gota de agua lo puede hacer perder el control. Dependiendo del humor en que estemos, claro está.

Cuando la psicóloga nos preguntó si mi esposo o yo habíamos padecido esto alguna vez, mi marido contestó rápidamente “No”. Yo me tardé un poco más y empecé a pensar en sensaciones que me chocan: oír a alguien mascar chicle, oler plátano en un camión, que en una fila la persona de atrás me respire en la nuca o que en el cine la persona de al lado se siente demasiado cerca; la consistencia de las manitas de cerdo y que se me remoje el arroz con el caldo de las albóndigas. Además, cuando era chica me molestaba que las trenzas no me quedaran suficientemente apretadas.
Tímidamente alcé la mano y le respondí a la psicóloga “that would be me”. Mmmmm - pareció pensar ella - ya salió el peine. “¿Alguien más en sus familias?” volvió a preguntar. Nuevamente mi marido negó con la cabeza.
Yo pensé en mi abuelo, uno de los hombres más extraordinarios que he conocido y por lo que veo también era miembro del club de dicho disorder: no le gustaba comer tunas ni guayabas ni pepinos porque las semillitas le molestaban y no sabía si escupirlas o tragárselas y ante tal encrucijada optó por mejor no comer nada de eso. Comía el cereal sin leche para que no se le remojara y no soportaba las cosas pegajosas. Como en 1920, cuando era niño, no existía el termino “tactile disorder” optó por crear su propia palabra para definir lo que sentía al experimentar estas molestas sensaciones “achangor”,  palabra que cualquier miembro de mi familia puede definir de inmediato y la mayoría de los mortales podrán entender si pongo el ejemplo el efecto de unas uñas sobre el pizarrón.

La gente me pregunta si esto se supera. No. A mis veintitantos años el día anterior a mi boda lloré, no de emoción, no de nostalgia, sino porque las uñas de gel me incomodaban, y a la fecha lloro cada vez que me pongo pantimedias, aunque esto último es porque me siento – y parezco – embutido. Así que dudo que mi niño lo supere, pero con paciencia lo podemos entender mejor y ayudar…y con suerte algún día podrá utilizar dicho desorden como excusa para librarse de comer manitas de cerdo en casa de sus suegros.

Monday, 18 July 2011

Del azúcar y otros demonios

Recientemente fuimos a una boda y mi hijo de cuatro años, sobre estimulado por la música y tanta gente, empezó a brincar en los muebles y a correr como endemoniado pellizcándole las pompas a las señoritas; escuché que alguien decía “Miren a ese niño, seguro le dan azúcar”. Sí, me tocó ser la mamá de ese niño, a la que todos voltean a ver en los aviones y en las colas del súper y sí, efectivamente le doy azúcar.

Cabe aclarar que tanto mi esposo como yo provenimos de familias donde las comidas son parte importante de nuestras vidas, son una oportunidad para compartir y para estar juntos y donde hay excelentes cocineros, y quienes no son buenos cocineros son entusiastas de la comida (o críticos de comida) y quienes no saben cocinar o son remilgosos para algunas cosas, al menos viven para un buen postre. Entre estos últimos estoy yo. Para mí el postre es uno de los placeres de la vida y puedo identificar a casi todos mis seres queridos con un postre: el fruit cake de mi esposo (receta de su abuela) es legendario, mi mamá pasa seis horas en la cocina cada navidad removiendo el dulce de leche y almendra que hacía su bisabuela, mi suegra hace las mejores peras almendradas del mundo, uno de los recuerdos favoritos que guardo de mi abuelo es verlo caminando en el jardín y mordiendo tabletas de chocolate Morelia; y mi papá cree que postre es una cucharada de helado al despertar de la siesta, pero igual lo queremos.

Es sentido común que a los niños no hay que darles azúcar y menos a los de naturaleza inquieta como el mío, por eso en esta casa no hay ni Fruti Lupis, ni Gansitos y mucho menos Nutella – aunque esto es porque yo me la podría acabar a cucharadas y no se trata de ponerse como marrano. Pero creo firmemente en compartir momentos con él y si estos momentos van acompañados de algo dulce, ¡que mejor! pues no es lo mismo platicar frente a un plato de tofu. No es fácil convivir con mi niño y no tengo mucha imaginación para jugar a espadas láser y camioncitos, pero si algo me llevo de su infancia son los paseos que hemos dado comiendo un croissant, las tardes que nos hemos sentado a comer un helado “tu compate tu popio, mamá po’ que no te voy a compatir”. Si hay mamás que les dan a sus hijos Quick de fresa frente a la tele, ¿por que no voy yo a hacer del postre una actividad que disfrutemos los dos?

El otro día hice chocolate caliente a la mexicana, batiéndolo con molinillo y todo, lo serví en dos tacitas de porcelana, me senté con él y le dije “En México se toma así, y luego se platica”. El cogió su tacita y dando el primer trago me dijo “¿Y cómo está la familia?”.